PARTE
PRIMERA: LA NATURALEZA DE LA REPRESIÓN INQUISITORIAL
I.1. TENDENCIAS GENERALES DE LA ACTIVIDAD DE LA INQUISICIÓN
Santo tribunal de la herejía, la Inquisición no dejó
de evolucionar y de cambiar desde sus orígenes hasta su abolición:
como lo apuntaba Jean-Pierre Dedieu "bajo formas jurídicas constantes,
bajo un derecho sin cambiar desde la Edad Media, bajo un proyecto oficialmente
perenne, la Inquisición nunca dejó de evolucionar, de adaptarse
a las circunstancias, de modificar sus medios y sus objetivos". Desde
el primer cuarto del siglo XVI, el tribunal conoció una extensión
de su jurisdicción hacia formas de herejía ajenas a la apostasía
de los judeoconversos, hasta el punto de conocer a mediados de siglo una actividad
en materia de fe variada y diversificada que siguió extendiéndose
en el siglo XVII.
El temor a que el protestantismo arraigara en España, fue el elemento
decisivo que permitió al Inquisidor General Fernando de Valdés
(1547-1566) reformar en profundidad la estructura del Santo Oficio y asentarlo
en bases nuevas, estabilizando en particular sus ingresos. El tribunal había
conseguido ganar un margen de maniobra suficiente para definir y elegir sus
propios objetivos. El efecto de la Contrarreforma cuajó enseguida:
incluso antes del fin del Concilio de Trento, la corte inquisitorial vigilaba
escrupulosamente las formas locales de la religiosidad popular. Como se destaca
del gráfico 2, entre 1560 y 1638 tuvieron un peso notable las causas
menores, es decir los procesos de bigamia o de hechicería, así
como de blasfemias, de proposiciones erróneas y malsonantes.
Se persiguieron así delitos como las blasfemias y otros delitos de
opinión que constituían herejías propiamente dichas (la
herejía supone que el hereje se adscriba a interpretaciones de la religión
de forma voluntaria y consciente, lo cual no era el caso para los delitos
menores donde los acusados afirmaban cosas o manifestaban actitudes con resortes
ajenos a la voluntad de atacar a la religión católica: de hecho,
eran católicos convencidos, la mayoría de ellos).
No abandonó por ello la Inquisición sus antiguas prerrogativas.
Entre 1560 y 1599, persiguió sin tregua a los luteranos y evangelistas
españoles y luego a los protestantes extranjeros culpados de haber
venido a "infectar" a España. En el mismo tiempo, se organizaba
la represión a gran escala de las comunidades criptomusulmanas de la
península, hasta la expulsión general de los moriscos entre
1609 y 1614. Luego, la presión decayó y el volumen de causas
de mahometismo observado en el siglo XVII se debe en realidad a la absolución
de los renegados, de ninguna manera asimilables en su gran mayoría
a personas de confesión islámica. Pero una de las tendencias
que iba perfilándose desde fines del siglo XVI se confirmaba a partir
de los años 1620 con la persecución feroz de los criptojudíos
portugueses, cuyas causas tomaron el relevo de las causas contra los cristianos
viejos y contra los seguidores de otras confesiones.
Gráfico 1: Inquisición de Sevilla (1559-1700): Flujos represivos
para los principales delitos

Aunque después de 1638 los datos son incompletos, la fase "antimarrana"
es evidente y ésta ocupó de forma casi exclusiva la actividad
del tribunal hasta finales del siglo.
Queda clara la existencia de tres fases muy distintas entre sí en un
período que abarca un siglo y medio. La primera queda marcada por un
flujo represivo de descomunal violencia que fue aumentando progresivamente
hasta alcanzar su nivel máximo durante los años 1580-1590 y
que iría estancándose posteriormente. Luego, durante la primera
mitad del siglo siguiente, se produce un claro descenso de la actividad global
en materia de fe: el término medio de procesos por año pasa
entonces de 61 a 27. La misma tendencia se registra en los otros tribunales
de Castilla con un evidente contraste entre la segunda mitad del siglo XVI
de abundante quehacer, y el siglo XVII durante su primera mitad, en la que
el número de causas de fe decayó brutalmente. Antes de que recobraran
los inquisidores nuevo vigor y una saña que los primeros años
del reinado de Felipe IV no dejaban prever: la masiva y despiadada persecución
de los núcleos conversos portugueses hasta entrado el siglo XVIII.
Se puede por lo tanto hablar de dos inquisiciones distintas en el tiempo:
la primera agresiva, dogmática y militante, que procuró dar
una máxima publicidad a sus acciones, que contrasta tajantemente con
la que le sucedió, mucho más conciliante y que iba a parar en
la rutina y el inmovilismo, hasta la independencia de Portugal, a partir de
la cual cobró nuevo aliento.
I.2: LA INCIDENCIA DE LA POLÍTICA IMPERIAL EN LA ACTIVIDAD
INQUISITORIAL
En el transcurso de la segunda mitad del siglo XVI, la cuestión religiosa
vino a ser la piedra angular de la política imperial del rey de España
Felipe II: cuando en el resto de Europa, la libertad de conciencia estaba
en ciernes [en germe], en España la diversidad de confesiones era percibida
como un germen de conflictos políticos, y el hereje por lo tanto como
un agente de subversión social. La idea de que la unidad de la fe era
la condición de la paz política condujo, en pleno auge contrarreformista,
a fortalecer la unidad de la fe bajo la autoridad del Príncipe. España
se hizo el baluarte de la verdadera fe en toda Europa, y Felipe II se lanzó
en ruinosas empresas exteriores.
Durante la segunda mitad del siglo XVI nuevas potencias marítimas se
erguían en el Norte: eran los Países Bajos e Inglaterra donde
imperaba el anglicanismo o sea el protestantismo. En su lucha contra estos
Estados unidos por su fe protestante, España sufrió fracasos
irreparables. Las siete provincias septentrionales se sublevaron y, por la
unión de Utrecht, se volvieron independientes de hecho, apoyadas en
su acción por Isabel I de Inglaterra. La derrota de la Armada Invencible
en 1588 ante las unidades inglesas, que saquearían Cádiz en
la década siguiente, señalaba los límites de la política
de Felipe II.
En el Mediterráneo, la situación era apenas mejor. Turcos y
bereberes se mostraban cada vez más amenazadores en el Mediterráneo
occidental. En 1551, los turcos reconquistaban a Trípoli. Al comenzar
el reinado de Felipe II, España sólo poseía en las costas
africanas sólo algunas ciudades en el litoral, Melilla, Orán,
Mazalquivir y la Goleta. Por lo menos la victoria sobre los Turcos en Lepanto
en 1571 vendría a confirmar la hegemonía española en
el Mediterráneo. Sin embargo la población morisca presente en
la península seguía siendo percibida como un peligro, en caso
de colaboración con el enemigo.
Debido a la delicada situación en los frentes mediterráneo,
atlántico y de Europa septentrional, la política agresiva y
costosa de Felipe II sólo podía asentarse en el interior en
la uniformización religiosa. El protestantismo español en ciernes
fue extirpado; en cuanto a los moriscos [descendientes de musulmanes que habían
sido convertidos al catolicismo, después de la Reconquista, muchas
veces contra su voluntad] cuya conversión parecía sospechosa,
su rebelión en Granada [1568-1570] fue despiadadamente aplastada en
1570. La Inquisición participó en esta tensión religiosa
y nacionalista, al identificar la disidencia política con la herejía.
Esta estrategia intransigente se perpetuó como pudo durante el reinado
del sucesor de Felipe II, Felipe III, quien cargó con la responsabilidad
de la expulsión masiva de los moriscos fuera de España y de
sus posesiones. Pero ya se imponía en España una práctica
durante mucho tiempo rechazada, la de tolerancia, por motivos interesados,
como veremos más abajo.
Las composiciones con los conversos de judíos
Si la exaltación de la fe siguió siendo el eje central de la
sociedad española en el siglo XVII, la Inquisición tuvo que
inclinarse frente a los imperativos políticos y económicos de
la Corona. El esfuerzo militar había sangrado las finanzas del Estado,
y la España del siglo XVII estaba abocada a la quiebra y amenazada
por la parálisis económica. Felipe II se había mostrado
intransigente frente a la influencia de los conversos portugueses, y se había
negado a levantar las trabas a su asentamiento en Castilla. El traspaso de
las fronteras, sin embargo, había sido facilitado por un perdón
general del 21 de mayo de 1577 otorgado a cambio de 250 000 cruzeiros por
el rey Don Sebastián que dejaba a los conversos libres de vender su
hacienda para instalarse donde quisieran. Y a pesar de la revocación
de dicho perdón dos años después, la anexión de
Portugal por la Corona española contribuyó a que los descendientes
de españoles volvieran a tierras de sus antepasados y a que portugueses
se instalaran en Castilla. Este indulto, el tercero en Portugal en el siglo
XVI, despertó las airadas críticas de Felipe II y de su corte.
Pero el reinado del Rey prudente resultó más bien templado en
cuanto a las actuaciones del Santo Oficio, limitándose el monarca a
renovar todas las leyes vigentes contra ellos para impedir el asentamiento
en sus tierras. Los conversos portugueses pasaban la frontera con cuentagotas
y se quedaban en zonas de difícil acceso.
En cambio, el reinado de sus sucesores osciló entre dos extremos: el
indulto [la grâce] a cambio de las riquezas de las comunidades conversas
y el rigor inquisitorial. Los gobernantes en tiempos de Felipe III se prestaron
a oscuras negociaciones y trámites con los conversos portugueses. En
1601, mediante un cuantioso donativo, recibieron la autorización de
salir de Portugal. Tres años más tarde se negoció un
perdón general por causas de fe, mediante el cual muchos salieron de
la cárcel, otros salieron de Portugal y otros por fin, cambiaron de
domicilio en el mismo país. Este perdón general fue concedido
por el Papa en 1604.
Esto, no obstante, constituía una novedad en Castilla e iniciaba una
fase inédita respecto a los conversos: muerto el indolente monarca,
llegando al poder el joven Felipe IV en 1621, se plasmaría la influencia
del Conde Duque de Olivares. Para atraer los capitales portugueses, el privado
supeditaría los intereses religiosos a las necesidades económicas
del momento, avivando de esta forma las reacciones de la plebe y del clero
aferrado al antisemitismo tradicional. A partir de entonces la influencia
de los portugueses en Castilla se haría más considerable en
los diversos eslabones de la sociedad, ordenando el Consejo Real que se aplacaran
las actuaciones del Santo Oficio respecto a ellos, orientándolo hacia
el despachamiento de causas menores, contra cristianos viejos .
En 1628, una orden de Felipe IV que habilitaba a los hombres de negocios para
tratar libremente por tierra y por mar y mudar de domicilio, suponía
un primer gesto del nuevo monarca. La medida, que perseguía la meta
de excluir a los extranjeros —los genoveses en particular— de
las órbitas comerciales de Indias, provocó en aquellos años,
según Julio Caro Baroja, un asentamiento masivo de conversos en Sevilla,
Cádiz, y Sanlúcar de Barrameda, ciudades estrechamente vinculadas
al comercio transatlántico . Este incentivo intervenía poco
tiempo después de la primera suspensión de pagos en enero de
1627 mientras España procuraba acabar con la falaz política
del reinado anterior: acuñar dinero y gastar las rentas de los años
venideros. A partir de 1635, se iniciaba una nueva etapa, caracterizada por
un drenaje cada vez más drástico de los recursos de la nación
. Pero frente al crónico estado de la hacienda real, el recurso de
los juros y asientos se generalizó a lo largo del período, aplacando
sólo temporalmente los problemas: España conocería tres
suspensiones de pagos posteriores en 1647, 1652 y 1662.
El Estado español abocado a la quiebra, precisaba de los capitales
de la gente de la nación portuguesa. Las relaciones entre el monarca
y los conversos se estrecharon por lo tanto bajo Felipe IV: el primero para
obtener ingresos de capitales, los segundos para adquirir riquezas, cargos
y honores que les eran vedados en su país de origen. En aquel momento
era en Sevilla donde las operaciones financieras eran más interesantes,
adquiriendo la aduana de Cádiz su máxima importancia sólo
bajo el reinado Carlos II. La provincia hispalense amparaba una importante
población conversa, entre la cual destacaban los grandes nombres de
las finanzas, quienes se introdujeron en las órbitas económicas
de la administración en número creciente a lo largo del siglo
XVII. Esta fase de tolerancia dictada por motivos económicos se mantendría
hasta la caída del Conde Duque de Olivares, arremetiendo luego despiadadamente
la Inquisición contra todos aquellos sospechosos de encubrir su fe
verdadera.
El esbozo de tolerancia con los protestantes
Pero España necesitaba también descansar en la paz con Inglaterra.
Escamado por los desmanes inquisitoriales del siglo XVI, Jacobo I quería
proteger a sus súbditos contra las acciones de la Inquisición.
El tratado hispanoinglés de 1604 preveía que los derechos del
negocio, condicionados por los de la paz, podrían verse vaciados de
su contenido si la Inquisición dificultaba el trabajo de los hombres
de negocio ingleses de paso por España. El rey de España, por
lo tanto, se comprometía a que no se molestara a los súbditos
del Reino de Inglaterra por motivos confesionales. La Inquisición era
claramente el blanco de semejante documento diplomático, y se le instaba
volver a considerar sus actuaciones respecto a los herejes ingleses. Una carta
acordada de 1605 señalaba la vía elegida:
Que si alguno de los ingleses y escoceses que vinieren a estos reinos hubieren
antes de entrar en ella hecho o cometido alguna cosa contra nuestra Santa
Fe Católica no sean inquietados ni procedáis contra ellos por
los tales crímenes y excesos cometidos fuera de estos reinos ni se
les pida cuenta ni razón de ello. Que si no quisieren entrar en las
iglesias nadie los compela a ello, pero si entraren han de hacer el acatamiento
que se debe al Santísimo Sacramento de la Eucaristía que allí
está y si vieren venir el Santísimo Sacramento por la calle
le han de hacer la misma reverencia, hincándose de rodillas o irse
por otra calle o meterse a una casa… Si quisieren reducirse para más
facilitar el rem[edi]o y salud de sus almas convendría deis comisión
en forma y con particular instrucción a los comisarios de los puertos
y otros lugares… para que si las declaraciones que ante ellos hiciesen
constare que no han tenido entera y particular noticia de las cosas y artículos
de Nra Sta Fe Catolica, ni estuvieron instruidos en ella, los absuelvan ad
cautelam sin obligarlos que por la tal absolución acudan al tribunal,
advirtiéndolos que han de confesar a los confesores que se les dieren…
Valladolid 8 de Octubre 1605 .
La misma circular preveía que los contraventores podrían ver
confiscados sus propios bienes, pero en ningún caso los de sus mandatarios.
En 1609 estas provisiones se extendían a los holandeses y el contenido
de las inmunidades se detallaron posteriormente. Al producirse el segundo
saqueo de Cádiz en 1625, fueron naturalmente suspendidas: "por
carta de 30 de mayo deste año nos manda V.A. procedamos contra les
ingleses ereges que fueren allados en estos reinos que hubieren delinquido
contra nuestra s[an]ta fee catolica ". Hechas las paces, volvieron los
protestantes ingleses a gozar de la inmunidad confesional.
Esta nueva actitud más conciliadora de los poderes despertó
resistencias y la aversión de ciertos ámbitos eclesiásticos
. La propia Inquisición sevillana trató de dar una interpretación
restrictiva al tratado y a la carta acordada, para privar a los ingleses residentes
en la península del beneficio de las disposiciones. Pero la Suprema
permaneció, a pesar de todo, intransigente a este respecto.
Así, el Santo Oficio veía su acción paralizada por esas
nuevas directivas y cualquier esfuerzo puesto en obra por designar al hereje,
asimilado al extranjero de la Europa septentrional, y por marcar en las conciencias
la imposible coexistencia de ambas comunidades quedaba hecho añicos.
Mientras que, hasta el final del siglo XVI, los autos de fe materializaban
la idea que el extranjero de alguna otra "secta" venía a
infectar la religiosidad del pueblo castellano, en adelante, con el nuevo
siglo, la Inquisición había de abandonar esta pretensión.
El breve papal sobre los judaizantes fue aún más difícil
de asumir, puesto que intervino la víspera del auto de fe de 1604,
el primero en ser general en el siglo XVII, públicamente anunciado,
con el tablado edificado y la procesión de la cruz verde realizada
con mucho ahinco. Acudieron cuatrocientos ministros para tal efecto, a través
de las calles de Sevilla. Anulado entrada ya la noche, despertó por
la mañana un sentimiento general de incomprensión: "el
pueblo — se lamentaban los inquisidores en una carta poco después—
no se persuadía que assí fuesse por ser caso no sucedido, como
se fue con el día verificando fue creciendo el desconsuelo, la suspenssión
y novedad en la gente ". Los hubo que pensaron que se había abolido
la Inquisición; pero muy pronto el general regocijo en el barrio de
los portugueses asentados en Sevilla, así como las actuaciones de un
tal Hector Antúnez, rico mercader portugués de Sevilla, quien
entregó veinte ducados al correo por haber llegado antes de las doce,
despertaron las sospechas.
¿Cómo imaginar en esas condiciones que la institución
no perdiera su prestigio y parte de su popularidad ? Su acción intransigente
afrontaba la necesidad de armonizarse con los intereses superiores de la Corona.
La noción de tolerancia revelaba sus límites y su propia contradicción,
pues no se trataba de respetar las otras confesiones, sino de respetar a los
que incidieran en la herejía. Ésta seguía siendo condenada,
pero la pertenencia a una nación o comunidad económicamente
dominante, permitía zafarse de los acechos inquisitoriales. A los protestantes,
ya no se les exhibiría durante un auto de fe, ya fueran ingleses, holandeses,
o de otra nación a la que el beneficio del tratado no era extendido.
La Inquisición se hizo entonces muy discreta, en parte porque la institución
se encontraba desacreditada y sobre todo porque su actuación carecía
de sentido a partir de aquel momento.
La "cuestión" morisca
Para con los moriscos "granadinos", prevalecería la solución
inversa. La resistencia a la asimilación de una parte de este grupo
y las dudas que despertaban en cuanto a la sinceridad de su conversión
desembocaba, en 1609, en la decisión, muchas veces propugnada y luego
abandonada, de expulsarlos de España. El levantamiento de los moriscos
granadinos en 1568, le había dado una repercusión nacional al
problema. La rebelión, aunque duradera, no llegó a extenderse,
pues el apoyo internacional a los moriscos rebelados fue limitado, empeñados
como estaban el Imperio otomano y Argel en otras empresas. El abastecimiento
en armas resultó ser más bien el hecho de iniciativas particulares.
Martín, morisco esclavo que ya había sido reconciliado en 1576
en Sevilla, después de que se librara de su pena de galeras, había
sido testificado de seguir invocando a Mahoma. Nacido en las Alpujarras, se
había pasado a Berbería a los seis años con un tío
suyo, en 1559, y luego
en el alçamiento de los moriscos de Granada avía venido con
el dho su tío a bender pólvora a los moriscos alçados
y que en esa ocasión saltando en tierra avía sido cautivado
con otros moriscos que andavan alçados por un capitán que asistía
en Almería, los quales le avían aconsejado que dixesse que era
morisco porque si se entendía que era moro le avían de matar.
Unas iniciativas irrisorias frente a una ayuda que no lograron recibir desde
las otras potencias islámicas los rebelados, pero que de todos modos
hubiera sido sin común parangón con lo que hubiera representado
un sublevamiento masivo de sus correligionarios españoles. Tras la
sangrienta represión, un primer plan de enviar en 1570 a los moriscos
en masa a Sevilla y Albacete fue abandonado, a favor de otro que preveía
el envío de los 50.000 moriscos granadinos hacia ambas Castillas, Andalucía
Occidental y Extremadura. Llegaron finalmente unso 4 300 a Sevilla. Luego
quedaba por repartirlos por los pueblos de la jurisdicción, con el
fin de dipersarlos para precaverse contra otro posible levantamiento, y quizás
moderar los efectos de un asentamiento masivo en Sevilla. No por ello desaparecieron
las sospechas contra este grupo deportado, dividido y marginado.
Diversos planes fueron fomentados para acabar de una forma u otra con la cuestión
morisca, desde la asimilación hasta la eliminación de este grupo,
siendo varias veces propuesto y luego aplazado el proyecto de expulsarlos.
Los arbitristas no querían ser menos ante lo que era el problema morisco,
que ya aparecía insoluble para varios desde la rebelión de las
Alpujarras. Rechazado por Felipe II, el proyecto de expulsarlos fue seguido
por otros de caracteres diversos, desde la creación de ghetos hasta
la castración de los moriscos, ambas medidas persiguiendo el mismo
fin: propiciar progresivamente la extinción de la minoría. Propugnado
por un sevillano en 1588, don Alonso de Gutiérrez, este proyecto de
crear linajes preveía reunir familias de doscientas cabezas, bajo el
mando de un patriarca, con un gravamen fiscal abrumador y una libertad de
movimiento aún más reducida de la que gozaban los moriscos a
fines del siglo XVI. Y dado que España estaba cercada por los enemigos,
proponía respecto a "los que no se pueden echar de el Reyno por
que se yrían a Berbería… que los que nasciesen fuera de
tanto número se castrasen". El informe de Gutiérrez revela
asimismo la visión de los moriscos compartida por no pocos coetáneos
suyos. Por una parte, poco difieren de los moros de África por sus
costumbres, hábitos y vestidos, y por muy ricos que sean, rechazan
el matrimionio con cristianos viejos. Por otra parte, les parecía a
los castellanos que "no hay saca de esta gente, tienen en grandísima
multiplicación lo qual no es en los cristianos ", lo que a corto
plazo podría convertirse en un peligro para la población católica.
La numerosa presencia de este grupo despertaba la inquietud y se temía
a esta minoría no asimilada, o no bastante a ojos de los contemporáneos,
que en caso de guerra podía convertirse en un foco de resistencia activa.
Las historias de colaboración con el enemigo son sobradas, que éste
fuera otomano, inglés o francés. En 1580, se urdió una
conspiración en Sevilla, con ramificaciones en las demás ciudades
andaluzas, en la que se preveía un sublevamiento en masa la noche de
San Juan. Se descubrió a los autores de la conspiración antes
de que pudieran pasar al acto. No dejaron de cometerse represalias contra
las comunidades moriscas, en Sevilla particularmente, donde la Inquisición
recibió luego las tesficaciones que le interesaban. Casos y sobre todos
rumores de casos semejantes a éste se multiplicaron y atizaron el odio
de la plebe que se sentía amenazada por la presencia masiva de los
moriscos de los rebelados. El miedo a una conspiración morisca era
compartido por la Inquisición así como por las autoridades civiles;
la respuesta ya no podía ser la de la asimilación sincera que
había fracasado, sino la de la represión violenta y masiva a
través del castigo de los culpables. Esta política dominaría
hasta el momento de la expulsión de todos los moriscos granadinos fuera
de España (1609-1614); de esta forma, la Inquisición perdía,
junto con los protestantes, la segunda clase de víctimas que constituía
el grueso de las relaciones de causas. Tras volverse hacia los cristianos
viejos, la Inquisición tuvo que esperar a que la política de
la Corona siguiese nuevos cauces respecto a los cristianos nuevos de judíos
para poder emprender una nueva acción masiva.
De hecho, tras la caída del favorito del rey que gobernaba España,
el Conde y Duque de Olivares, en 1643, a raíz de los sublevamientos
de Portugal y de Cataluña, se siguió algún tiempo aún
la política de colaboración con los conversos, quienes permanecieron
fieles a Felipe IV pero muy pronto se alcanzaban puntas agudas de represión.
La actividad del Santo Oficio a mediados del XVII, adquiría entonces
las características generales del reinado de Carlos II, a saber una
atención casi exclusivamente orientada hacia los seguidores de la "ley
de Moisén", con severas restricciones para con los conversos que
quisieran salir del reino. El período de la falaz colaboración
y de las gracias y perdones concedidos se había acabado y la Inquisición
reemprendió su acción con un vigor nuevo, monopolizando las
causas de judaísmo casi totalmente la actividad del tribunal en la
segunda mitad del siglo XVII.
Retirados de sus garras los herejes protestantes, expulsados los moriscos,
y los conversos de judíos temporalmente inmunizados, decayó
violentamente el volumen de actividad a la muerte de Felipe II. Entonces reorientó
su actividad contra los católicos persiguiendo a los que volvían
a casarse en una época en que el divorcio era proscrito, los blafemos,
los religiosos que se mostraban indisciplinados, etc. hasta que a partir de
mediados del siglo XVII arremetió contra los descendientes de judíos
que seguían profesando la fe judaica.